
Aquella noche me acosté pronto, quería descansar, por la mañana me esperaba la tarea de hacer el equipaje, por fin había llegado el momento de realizar el viaje, tantas veces soñado; nos íbamos a Italia. El hacer las maletas era, para mi, todo un rito. Siempre tardo en decidir que llevar, aunque si tenia claro que metería mi vestido nuevo, lo había comprado para la ocasión y quería lucirlo en nuestro, tan deseado, paseo en góndola por los románticos canales venecianos, mientras admiráramos sus preciosos palacios.
Cuando planeamos el viaje ya teníamos bastante claro lo que deseábamos visitar: Venecia, Roma, Milán y La Toscana, cada cual con sus encantos. Pasearíamos, como ya dije, por Venecia y navegariamos, abrazados, por sus canales. Tiraríamos nuestra moneda en La fontana de Trevi, deseándonos, mutuo, amor eterno, no sin antes empaparnos de todo el arte que la ciudad ofrece. Descansaríamos en un banco de la Doumo milanesa, como primero lo habríamos hecho en la escalinata de "La plaza de España", buscando un poco de serenidad. En La Toscana, cuna de Miguel Ángel, buscaríamos la policromía de las vides y los trigales, recreándonos en su paisaje.
Visitaríamos, yo no me iría por nada sin hacerlo, algún antiguo mercado, donde el aroma del ajo y el albahaca nos invitasen por si solos a saborear un buen plato de pasta con un vaso, o dos, de vino del país, y también, por que no, aspirar el olor a sardinas que nos recordase aquella Italia de las películas de Gassman o la Loren, tan parecida a la España del pan con aceite.
Esa es la Italia que queríamos conocer, la de la música, la de la voz de Carosone, con cuyas canciones mi tia me arrullo de niña. La Italia del Festival de San Remo, de Domenico Modugno, con cuyas baladas bailamos en nuestra adolescencia. Esa era nuestra Italia, ni la de la Mafia, ni la de Berlusconi, ni siquiera la del Vaticano. La Italia de la gente sencilla y amable, la del arte, la música y los bellos paisajes.
Desperté , también, temprano. Las maletas seguían en el trastero, el dinero destinado a la agencia de viajes estaba, perfectamente, invertido en los libros de texto, la ropa y los zapatos de los chicos, así como en un montón de "imprevistos" de la casa.
No importo demasiado, a la tarde estrene mi bonito vestido y cogida de la mano de mi compañero pasee por el precioso casco antiguo de mi pueblo, bajamos hasta el puerto, vimos regresar los barcos de pesca y cenamos en una terraza un riquisimo bocadillo de calamares bien regado con una botella de sidra. ¿Alguien necesita más?: Yo no.